Tenía un panorama de toda la avenida cuando sentí la presencia de una fuerza que me conmovía y me transmitía tranquilidad.
Miré hacia la calle de manera inquietante. Tenía una chompa amarillenta con un brillo intenso. Mi rostro férreo me reprimió profundamente al extremo de paralizarme. Noté en su expresión algo cautivador y unos dientes destellantes que transfiguraban su piel descuidada. Miré nuevamente hacia todos lados y vi sus ojos palpitando. Mi mirada cayó brutalmente al tener un contacto pasajero. Un líquido caliente también cayó de mi rostro. Sabes que no debes fracasar, Ricardito. No puedes. Sus ojos vuelven a palpitar y mi respiración se agudiza lentamente.
Mi vida tenía todo lo que un hombre podía desear. Tenías todo. No te faltaba nada, Ricardito. Un auto moderno y una empresa que estaba creciendo. Aún recuerdo cuando vendía en las calles de Gamarra los polos que cosía día y noche: "me sacaba la mierda, salud pe". En esa época, la gente salía con temor de sus casas por las bombas que estallaban a cada rato. Ya estaba con Carmelita que me quería mucho, así misio y todo, era lo más importante para ella. Era un amor verdadero, ese que no tiene distinción, ni clase social, ni nada. Ella si te quería y no le importaba nada, Ricardito. Por eso me sacaba la mugre trabajando para llevarla a la Carpa Grau a ver a Chacalón. Quiero ver a los Shapis, Ricardito. Tengo ganas de mover el cuerpo, amorcito. Bebíamos a montones: "sí, cerveza hasta por las puras hombre!". Aunque a veces nos agarrábamos a puñetazos, terminábamos abrazados en su cuarto del mercado de San Juan de Lurigancho. Era una zona bien brava. Una vez me rompieron un brazo de puro golpe. Tú sabías que te iban a robar. Acá tenías que cuidarte, Ricardito.
La vida era muy buena conmigo, sabía que me esforzaba mucho y por eso me premiaba: "Aunque es una huevada la vida, ¿no? A veces estás bien, te da todo lo que quiere y no te trata mal; pero a veces estás mal, ahí mejor quédate calladito nomás y toma que no es café pe carajo".
La sonrisa no se me borraba del rostro cuando abrí mi primera tienda. Solo faltaba un mínimo detalle, los muebles para exhibir la mercadería, aunque tenía lo más importante, mis ganas: "Si hasta me dejaron un almanaque del año pasado con fotos de mujeres bien ricas, huevón". Mi tío Agustín también estaba tan contento que me trajo como regalo un mueble de su tienda, pero tuvimos que cortarla porque medía más de dos metros. Él si te estimaba, Ricardito. Era un buen hombre, Ricardito. San Juditas me ayudó mucho: "Sí, ese papi es recontra bueno, pídele con fe y te va a dar". Ganaba mucha plata. Te compro algo cholita, pídeme nomás. Pero gastaba lo necesario porque tenía que cumplir con lo que me propuse cuando llegué a esta ciudad.
Hasta que empezó la desgracia. Fue mala suerte, Ricardito. Me llamaron al celular, estaba cerrando una buena venta de uniformes para una empresa de lácteos: "¡Puta mare! No tienes un pedazo de papel higiénico". Llegué al hospital de la avenida Grau en cinco minutos. Apura chofer de mierda, no ves que es mi cholita. Estaba echadita en una cama con los resortes caídos: "Son una porquería esos hospitales, deberían quemarlos". No se movía, su cuerpo parecía un bloque de hielo derritiéndose. Su vestido azul, el que le regalé para su cumpleaños, ahora tenía un color violáceo. Quería abrazarla: "¡Puta mare! ¡No me mires así, mierda!". Estaba desesperado porque nadie me daba información. Tenías que aceptarlo, Ricardito. No te quedaba otra.
Después de una semana, estaba rodeado de tumbas hacinadas y gente que cantaba y bebía como si estuvieran en una fiesta. Así es en tu tierra, Ricardito. También toman hasta morir, Ricardito. Estaba junto a ella, con mis lentes empapados. No podía creer que se fuera para siempre: "Pero caballero nomás pe, tenía que ser fuerte, ¿no?, como los hombres".
Con el tiempo el negocio creció rápidamente: "Era mi cholita, huevón". Ya no era una tienda, ahora eran tres. De nuevo la suerte estuvo de mi lado. Juntaba y juntaba como un desgraciado para poner más tiendas, pero en dos años ya tenía suficiente dinero como para poner una gran empresa. Ya estaba más tranquilo y pensé que nada me paraba: "Cómo es, ¿no? Sufres, pero después tienes tu recompensa". Aunque esta recompensa fue pasajera: "Me cagaron pe huevón. Por confiado me cagaron esos mierdas. Salud pe hermano, por el gusto".
A Feliciano lo conocí en un restaurante de la avenida Pardo. Empezó tu mala suerte, por qué Ricardito. Yo estaba negociando con un empresario que lo conocía: "Fue culpa de ese cojudo. Él me lo presentó". Hablamos y a primera impresión me pareció un buen tipo. Eso fue Ricardito. Era educado. Eso fue lo que te gustó de él". Nos volvimos a encontrar en el restaurante una semana después para hacer negocios juntos. Es un gusto hablar contigo, Ricardito. Eres un gran empresario, Ricardito.
Inauguré mi empresa con una fiesta a lo grande. Contraté una banda de mi tierra y Feliciano me recomendó comprar un champagne caro. Vendrá el diputado Cerrón, don Ricardo. También el alcalde Ramírez, don Ricardo. Me recomendó comprar una casa en Rinconada del Lago: "Y yo como huevón soltaba y soltaba". Pero me faltaba algo, estaba muy solo. Tenía a Feliciano, pero él estaba cuando necesitaba dinero nomás. Un domingo ya se notaba tanto mi desamparo que hicieron algo para sentirme mejor: "Toma pe carajo y no me mires así". Me presentaron a Dorita. Una mujer espectacular, medía casi un metro setenta y tenía unas curvas admirables. Con esto va a estar feliz, don Ricardo. Aproveche, don Ricardo. No sé cómo, pero el viernes ya estaba con ella en la tina jugando con las burbujas: "También le hacía otras cosas pe, ni huevón, ¿no?".
Las cosas marchaban bien. Además, Dorita era buena gente: "Si hasta me decía papito, también se las sabía todas". Le daba todo lo que quería, a pesar de que solo le gustaba lo más caro. Mira que bonito, papito. Hay que lindo collar, papito. Todo era papito: "Ya me tenia harto con vamos a esta tienda, vamos a esta otra, a la puta mare". Pero pasó algo que no me gustó cuando fuimos a un centro comercial muy conocido. Salíamos llenos de bolsas. Estoy muy contenta, papito. Y cuando estábamos a punto de subir al carro, se acercó una pareja sonriendo y con gritos saludaron efusivamente a Dorita. Hablaron de la universidad y de la fiesta de tal y el carro de tal: "Y yo parado como un huevón a un costado". Cuando sentí que me miraban y empezaban a murmurar. Cómo no te dabas cuenta, Ricardito. En qué pensabas. Dorita se puso como un tomate y también murmuraba. Me sentía extraño y no sabía que hacer. Cuando me dijo: "Señor lléveme a mi casa. por favor. ¿Qué, estás cojuda?, si yo soy… ¡No me escucha, apúrese! Así me dijo la muy perra". Me subí al carro enojado. La pareja se alejó y ella también subió. Le grite y le dije que me diera una explicación. Empezó a llorar y me dijo que esos chicos la odiaban. Me tienen cólera, papito. Seguro que te iban a hacer daño, papito. En ese momento no me di cuenta de nada: "Era otra pendeja, igual que el Feliciano pe".
Las cosas iban bien en la empresa. Cada día ganaba más y más plata. Seguías en buena racha, Ricardito. Tenía a mi cargo a casi seiscientas personas: "Me sentía como rey, carajo. Tú nunca te has sentido así, ¿no?". Feliciano me ayudaba en la parte administrativa y en relaciones públicas. Dorita ya vivía conmigo en la casa de Rinconada. Empecé a estudiar para mejorar mi lenguaje, mi comportamiento. Tiene que cambiar su forma de vestir, don Ricardo. Su pelo, don Ricardo. No hable con esas personas, don Ricardo.
Cuando ya negociaba con multinacionales, llegó la noticia de la deuda con un banco nacional: "No sabía que pasaba en mi empresa, cágate de risa". Lo que pasa es que confiabas en quien no debías confiar, Ricardito. Hice una reunión y me dijeron que se había malogrado una máquina y tuvieron que comprar una nueva: "Y con que autorización hicieron eso carajo, así les dije pe". Feliciano dijo que me veía estresado y decidió comprarlo. Por eso me enfurecí como un energúmeno. Nunca me gustaron los préstamos: "Casi lo boto a ese huevón, si no fuera por la Dorita nomás".
Lo peor llegó después de un año. Apareció ese desgraciado con una carta, diciendo que estábamos quebrados. Pero tú eras el último en enterarte, Ricardito. Por qué no ponías mano dura, por qué confiaste en ellos, Ricardito. No sabía que hacer. La suma que pedía el banco era astronómica.
―Tú me metiste en esto y ahora me sacas carajo.
―Lo siento don Ricardo, pero así son las cosas.
―¡Estás cojudo o qué! Tú crees que voy a perder lo que me ha costado hacer con tanto sacrificio, haz algo o te mueres.
―¡Váyase a la mierda, don Ricardo! ¡renuncio!
Estaba como loco. Llegué a mi casa y Dorita me preguntó por qué estaba con esa cara. Te sientes mal, papito. Te doy unos masajitos, papito. Mi desesperación no tenía control: "Quería matar a ese concha de su madre. Salud, hermano". Para colmo, descubrí que no tenía nada en mis cuentas bancarias: "Me habían dejado misio esos desgraciados".
Otro día llegué derrotado a mi casa y Dorita me recibió con gritos y lisuras. Eres un imbecil, Ricardo. Cómo no te dabas cuenta. Me dijo que me quitarían la casa. Que se largaba porque era un inútil.
―Perdí todo lo que había cosechado por tanto tiempo, en un segundo.
―La suerte se esfumó como la espuma. Pero por qué no me hablas, seguro no tienes nada que decir, ¿no?
―!Habla! ¡Qué no tienes lengua! Por qué te acercaste y no dejaste que lo haga.
―!Habla, huevón!
Me hizo unas señales que no entendía. Hasta que me señaló su boca y me di cuenta que jamás lo iba a escuchar. ¿No te dabas cuenta, Ricardito? Era evidente. Si ni te saludó. Subió y te agarró con fuerza y no dijo nada, Ricardito.
Después de bajar, estuve callado al lado de personas que pugnaban por preguntarme algo. Solo una señora de rasgos orientales se acercó.
― ¿Pol qué siemple viene qui a matalse la pelsonas? Eto ya me caaaaansaaa.
―Voy a celal ete hotal, ya me caaaaansaaa.
Desapareció sin darme cuenta. Así que decidí salir por la intersección de la avenida Aramburú con República de Panamá. Grande fue mi sorpresa cuando me encontré nuevamente con aquel tipo. Me miraba con atención. Metí mi mano al bolsillo y saqué un billete. Me acerqué y, con una confianza única, le toque el hombro.
―Vamos, te invito un par de cervezas.
Así empezó el día en que encontré a mi ángel.